Borja López Arranz (1997) es estudiante de doctorado en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Su tesis gira en torno a la obra de María Zambrano, poniéndola en diálogo y contraste con las grandes figuras del pensamiento occidental y oriental, desde la filosofía canónica por excelencia hasta las más oscuras heterodoxias de la mística y la gnosis.
Este escrito suyo nace de un viaje que hizo a Roma, en buena medida, para rastrear en la ciudad los pasos de Zambrano durante los años que pasó en la capital italiana. Dicha estancia está pormenorizada en mi María Zambrano. Mínima biografía; libro que acompañó a Borja en su viaje y con el que dialoga en el presente texto, que me mandó tras su vuelta a modo de carta dirigida al Barón de Monterrubio, a quien conoció por intermediación de mi maestro Zacarías Melgar. Y es que, tanto a mi maestro como a mí y a otros tantos, dicho barón nos brinda hospedaje en su imaginal baronía. A todos nosotros se dirige Borja en su epístola.
Jesús Moreno Sanz,
Durante 35 años Profesor de Filosofía e Historia de las ideas políticas de la UNED. Crítico literario, poeta y filósofo. Director de las OOCC de María Zambrano en Galaxia Gutenberg.
Una jornada imaginal en Roma
Borja López Arranz
Carta hoy abierta al Barón de Monterrubio
—que coincide en ser idéntica persona con Jesús Moreno Sanz—
desde la Borjía de Peñagrande a la luz de los faroles zambranianos.
Una jornada imaginal siempre empieza y acaba en el mismo punto. Usted bien lo sabe. Y este punto no es sino la constante recurrencia del espaciotiempo que acoge el lugar y el instante en que confluyen vida y espíritu, recuerdo y creación; pues todo nuevo recorrido experiencial por las moradas del corazón es de suyo creador, y acontece en un mundo transfigurado que a su vez transfigura lo real de aquel mundo anterior a su transfigurarse. Tal es la paradoja de lo imaginal y su poder, de su conocimiento perdido: desde el momento en que actúa hace valer unas otras condiciones de aparición de lo mismo, que deja de ser lo idéntico para convertirse en reflejo de sí y de aquello que no coincide enteramente consigo. Esto es algo que un niño sabe intuitivamente cuando construye con papel de plata y cartones una cámara oscura para mirar no el sol —pues en la infancia no se alberga de manera natural tan icárico instinto— sino el eclipse: la sizigia de luz y sombra es tan sólo visible por la interposición de un velo. Y un velo, o más bien un vestido precioso, es lo confeccionado por la facultad imaginal para permitir la transfiguración, para inventar —esto es, en su sentido original: para descubrir— las formas fundamentales de lo real, recogiendo lo disperso en pasado y futuro, anudándolo en un ancho presente y haciendo lo posible para realizarlo en el aquí y en el ahora.
El punto en que comienza y acaba esta jornada, como todas, es un camino: el camino recibido que empezó en un vuelo a la madrugada y acabó dando con nosotros en Santa Maria Maggiore. Tal fue nuestra primera estación del itinerario, y el artesonado de sus cielos nos dio la inicial e iniciática noticia de la naturaleza de la hospitalidad que los espacios de esa ciudad nos tenía reservada, y es esta cualidad la que un corazón sediento con mayor ahínco añora. La hospitalidad propia de Roma es la del color, la del tacto y la de lo inmóvil hecho movimiento; bendito (¡bendito!) oxímoron que se cumple al doblar cada esquina, al entrar en cada templo y al recorrer cada nimia callejuela custodiada por los altares esculpidos en las fachadas anónimas. En definitiva: al cruzar cada umbral, pues que allí los umbrales son realmente umbrales; no sólo prometen un cambio de lugar —de lo posible a lo real—, sino un cambio de espacio —de lo imposible a lo verdadero— que transmuta el mundo, que hace a los techos ser cielos estrellados y, a los suelos, tierra viva de que brotan columnas sosteniendo las nubes, de que se yerguen edificios cual bosque en cuyos árboles pájaros cantan, singulares todos ellos; haciendo del plano urbano un orgánico monumento conformado también por los pinos de las colinas, el agua de las fuentes y los adoquines de su calzada. ¡Y esto fue revelado tan sólo con la primera estación del itinerario!
No obstante, la segunda nos trasladó al envés siniestro de la magia en la eternidad de la ciudad; eternidad rota por la machacona horizontalidad de un ejército de performadores de la turisteidad más grosera, estrepitosa y ruin habida y por haber, pues que hay dos tipos de viajeros: aquellos que rinden culto al suelo en que están y aquellos que sobre él arrojan sus basuras. En San Pietro in Vincoli nos esperaba el Moisés de Miguel Ángel, sí, pero también aguardaban allí las hordas de los arcontes más malvados, creados por el demiurgo que en el hoy se reviste de mil nombres; huestes enviadas con sus cámaras, sus flashes, sus gritos y pasos despistados; armas todas ellas empuñadas para hacer invivible el estar mismo de quien quiere orar en todas sus formas, el poder contemplar, en serenidad, los elementos de cada conformación pictórica y escultórica. Las mismas hordas por que hubieron de encerrar a la Piedad en una vitrina en la que apenas respira; las hordas de los codazos y los pisotones; las hordas de las voces estridentes que llaman a sus semejantes cual alarido de bonobo enfurecido, tan reconocibles en la distancia como el sonido de quien coge por primera vez un violín y frota las cuerdas con torpeza, haciendo salir de la madera un lamento por el mal hacer que desagarra las entrañas y el oído de quien con buena voluntad pretende escuchar la ofrenda de aquel instrumento que, en manos adecuadas, es capaz de recorrer el diapasón entero del alma humana hacia la escala del alma cósmica.
Con estas hordas nos cruzábamos constantemente, guiadas por malévolos pastores de calamidad sosteniendo un rudimentario palo o una bandera, y haciendo por veces invivible el atravesar y ser atravesado por la experiencia. Mas la serenidad volvía en el momento en que la muchedumbre se alejaba lo necesario. Y en ese momento pudo hacerse ante nosotros la figura del profeta a medio levantarse, con sus cuernos de luz emanando de su rostro como el mito pide y, casi en penumbra, sostenía las tablas en una mano y, en la otra, toda la tensión posible generada en el humano padecer frente al mayor de los oprobios sufrido. Toda la imagen en su completitud se nos erigía casi cual si fuera a dirigir su ira no ya contra los adoradores del becerro, sino contra los adoradores de otros tantos ídolos que a sus pies trataban momentos antes de fotografiarle, perturbando su halo con las luces de sus cámaras y su reposo inquieto con sus chillidos y sus trotes. ¿Habría llegado a imaginar Miguel Ángel cuánto sentido podría llegar a adquirir el emplazamiento actual de la furia contenida en su creación inmortal?
Permítame una pequeña digresión en el discurso, y es que este Moisés nos hizo soñar —pues el sueño es ya la vida y en él ni el obrar bien se pierde— con el de la Fontana dell’Acqua Felice, en la plaza de san Bernardo, que históricamente custodia el beber del pueblo romano y que igualmente guarda el entrecruce de Santa Maria degli Angeli e dei Martiri (donde en los espacios vacíos resuenan las voces del color y en cuyo suelo el sol marca los días), San Bernardo alle Terme (en la que, al entrar, nos encontramos en soledad escuchando un llanto traído por el aire procedente de su cúpula, que descubrimos proveniente de un pájaro extraviado; ¡cum tempus fuerit!) y Santa Maria della Vittoria (qué decir de a quien alberga… La flecha al borde de atravesar el corazón de la santa, corazón invisible hecho carne en el mármol caliente, iluminado por rayos de fuego del clamor de la tierra en que se hunde y del cielo al que aspira). Sueños estos que continúan por el Quirinale, por las cuatro fuentes, por las sendas de la imaginación y del recuerdo y que llegan al corazón de la ciudad y su centro: el Panteón. Centro, sí, y corazón también; pues todos los dioses allí concitados —los varios, el uno, y el trino— se alinean en el eje de su arquitectura, esto es: en la luz, en el rayo tangible del sol que entra por el vacío de su cúpula, pues que esto es lo que pasa cuando en el centro, en el corazón, se hace el vacío: entra la luz de lo divino naciente y, pese a que se pueda focalizar quizá en demasía y quemar al mediodía, sólo es necesario que el tiempo se haga silencio —¡kairós: el tiempo de cronos y del cielo!— para que la luminosidad se deslice en los interiores como una gota de aceite que apacigua y suaviza; sólo es necesario que el sol se ausente o se vele o se envista de la gloria intermediaria para que su efecto en el mundo, en ese centro y corazón del mundo, sea garante de acogida y de sosiego. Y esto, que era tan sólo un sueño, ha traído una revelación a la que ya siempre habré de volver. Sueño que trajo la creación y composición de los elementos: agua, aire, fuego, tierra; luz, espacio, vacío, tiempo, silencio.
Continúa la jornada y continúa tras el desvanecimiento momentáneo de las hordas, que nos permiten recorrer, circunambular, el Colosseo y el Foro, descubriendo en la invisibilidad de su estructura que aún es conservada la huella de san Almaquio y su hacer concurrir en su luz al sol de medianoche y a las procesiones de las almas que tanto descienden como ascienden hacia la voz que pone fin a la humillación; y esto bien supo verlo el poeta, es decir, el pintor de la ciudad que comparte el mar sin orillas al que pertenece esta tierra. Y desde la tierra misma escuchamos la voz olvidada de la piedra antigua, dejada a su suerte bajo lo adverso del clima, mas cuidada por las generaciones a que vio nacer, crecer, matar, morir; maltratada a veces por la mezquindad del olvidadizo, que no recuerda el servicio que la piedra ha desempeñado durante siglos: ser memoria de lo que está más allá del tiempo. Y, como de memoria hablamos, no pude evitar recordar el relato del cactus y las piedras griega, romana y castellana; por eso hube de sustraer y llevarme conmigo aquella que habría de pedirlo: una piedrita blanca salida quizá de las manos de un creador, quizá del interior de la propia colina, quizá venida de lejos y perdida en el camino. Y me la llevé y la guardé en el bolsillo para mirarla en el camino de vuelta, para que siguiese siendo reservorio de memoria tan personal como universal. Mas la memoria no es nunca del yo, del ego —el testimonio de esta palabra dada es fiel testigo de ello—; perpetuamente está también al servicio del otro, de lo otro, así que no pude, ¡no debía!, conservar en mis manos esa piedra. La regalé en el regreso a quien supo y sabrá apreciarla, a quien puede ver más allá de la sola roca y revivir una y otra vez todo lo que en ella se guarda. Quedó la piedra, pues, lejos de mí pero siempre cerca; guarecida en un cofrecito que también contiene un fragmento de texto y un poema escritos en papel verde. Y estoy tranquilo, porque, cual entre esfinges, será protegida por las dos gatas con que ahora convive.
Son verdaderamente las piedras guardianas de memoria, pero son igualmente templos de vida presente cuando con la luz se alían. Y es que el imaginal itinerario de esta jornada continúa por innúmeros templos —y no son sólo templos los templos ni sólo los templos son templos— en que la escultura sigue siendo testigo de movimiento, de vida, de esplendor: el descenso de la cruz en Trinitá dei Monti, coronando la Piazza Spagna; el fuego de santa Inés y las flechas de san Sebastián enfrentados en Sant’Agnese in agone, rodeada de las fuentes de la Piazza Navona en que cantan al par el agua y la roca; y quizá la que más me atrajo: Salomé sosteniendo la cabeza de Juan el Bautista en Santi Ambrogio e Carlo al Corso, en una de las arterias de la ciudad. Tal impresión la produjo, como no podía ser de otro modo, la luz: llegamos por casualidad —esto es: por sincronía— en el justo momento en que el sol iluminaba los rasgos de la princesa y su espada, pero dejaba a la sombra la testa de su víctima, a la que contemplaba con una expresión que no se puede trasladar a la palabra, por lo que adjunto a este mensaje una fotografía de ese momento, con la esperanza de que pueda dar mínimo testimonio de tal instante.
Oh, Salomé, me hiciste soñar con más mármol hecho vida encarnada en la majestuosa Verónica y su paño; cinco metros de puro movimiento presidiendo uno de los cuatro pilares de san Pedro en su basílica. Tú, Salomé, me inundaste con el temor y el temblor del más frío y monumental de los hieratismos tras haber decapitado con la majestuosa espada a tu víctima, siendo juez y siendo parte al mismo tiempo; pero tú, Verónica, piedad, misericordia, fuiste tú quien trajo el movimiento del auxilio en tu vestido agitado por silentes vientos; corriendo hacia el Cristo en su martirio para enjugar su sudor y su sangre con tu paño; paño que quedaría grabado por siempre con el rostro de Dios que igualmente grabaste en el corazón de quien te miró. Y es que fuiste, Verónica, lo más corazonador de aquella basílica en que infinidad de santos y de obras se concitan, pues que tú no fuiste sólo obra ni fuiste sólo santa en ese instante: fuiste gloria y fuiste sueño, como este que me haces soñar y que también me lleva a los museos de tu ciudad-Estado, de tu imperio dentro del imperio cuya historia y constitución se narra en la Sala de Constantino y que me despierta la duda acerca de qué pensarías tú de ella. Qué derroche de símbolos decora esa sala, Verónica; los símbolos de la historia del cristianismo, de cómo se constituyó en religión histórica e instauró su poder. Y qué puedo pensar de su techo… El triunfo de la cruz, del cristianismo, pintado por Tommaso Laureti; en ese fresco entre el verde y el mármol se alza el Crucificado hecho escultura, hecho ya símbolo, con algo a sus pies. En un primer momento se reconoce una estatua caída; mas no sólo caída. Está completamente destrozada: la peana con las piernas, el torso, los brazos, la cabeza… todos hechos trizas en el suelo. Y uno se pregunta por qué; por qué han de ser destruidos unos símbolos para que otros se erijan. El flujo del pensamiento se corta y se estremece momentáneamente cuando presto mayor atención al fresco, pues que se comienzan a adivinar los detalles de la estatua que yace a los pies del vencedor: en su cabeza se atisba un casco y en su casco unas alas; en lo que queda de su brazo izquierdo reposa a medio quebrarse una suerte de cetro, y una mayor atención de la mirada descubre que ese cetro es un caduceo: Hermes ha sido el vencido por la cruz. ¿Y qué más se puede pensar? ¿Por qué el Cristo que en Hermes antaño se apoyó tiene ahora que ser representado como su verdugo? ¿Por qué su poder hubo de levantarse sobre el cadáver de aquel que también fue espíritu, de aquel que también fue testigo de la trinidad? ¿Por qué una Historia debe asesinar a la historia o por qué una historia debe asesinar a la Historia? Ay, Verónica, sé que tu paño no enjugó las lágrimas del mismo que ahí está representado, sé que en tus manos llevas las facciones de un hombre y de un dios o de lo divino, y sé que si te hubieras cruzado con quien pretendiera destruir símbolos hermanos no le habrías asistido, pues tú creías en el hermanamiento y como hermano reconociste a quien asististe. Lo sé, Verónica, y sé que tu piedra está más viva y es más piadosa que la que aparece representada en ese fresco; sé de tu misericordia y sé que tú sostienes con ella un pilar de esa basílica, de esa iglesia, de esa Iglesia. Déjame seguir soñando, Verónica, con que ese pilar acabesie ndo el triunfante; déjame despertar del sueño para hacer real lo visionado; déjame seguir soñando la vigilia de este viaje, de esta jornada, para poder alcanzarlo; y hazme saber si es posible que algún día, en caso de necesitarlo, me brindarás tu paño, Verónica, sea en el mármol de Francesco Mochi, sea en el espejo de la pintura de Ramón Gaya.
Prosigue, tiene que proseguir esta jornada en el espíritu, este itinerario imaginal hacia la Villa Borghese, hacia la que llegamos en los siempre precarios autobuses que sortean peatones perdidizos, pasos de cebra ya borrados, baches, adoquines y otros vehículos atravesando las caóticas carreteras de la ciudad, transitadas por no pocos incidentes y por pintorescos incautos que esperan en la acera para cruzar, sin saber que la máquina no parará a no ser que el viandante tome la iniciativa. ¿Es esta acaso una imagen de nuestro tiempo? ¿Debemos enfrentarnos a fuerzas que de nosotros no dependen con la esperanza de evitar ser arrollados para poder proseguir nuestro camino? Y es que las estampas de las carreteras romanas bien merecerían un particular aparte, pues que en ellas —ignoro si será por el encantamiento de la ciudad eterna o por una mirada demasiado encantada— parecen confluir el miedo y la risa por el mismo motivo, y acaban presentándose como histriónico signo del hoy: la confluencia por necesidad entre quienes deambulan a la espera de un encuentro inesperado y máquinas desvencijadas siempre al borde del colapso. Pues signo de nuestro tiempo es que por las arterias de la eternidad circule no ya sólo la sangre viva sino también la máquina que emponzoña los pulmones; y en el momento en que la máquina vence, el corazón deja de medirse cualitativamente en amor para pasar a ser el bombeador mecánico de cuantitativos centímetros cúbicos de glóbulos rojos y demás células que, aun siendo el sostén de la vida, pierden bajo el microscopio todo atisbo de vitalidad.
Pero llegamos, llegamos a la villa, mas en ella nos esperaba la huella del verano y la sequía: césped agonizante, tierra yerma y áspera a nuestros pies que no podía dar cobijo ya al más recóndito indicio de vida. Y es que el sol, cuando con su inclemencia arrecia, arrasa con todo atisbo de verdor, de esmeralda, de rayo verde; incluso cuando aquellos dominios estén protegidos por Asclepio y su cuidado. Su medicina no puede curarlo todo, y menos todavía lo que el humano trato inflige en la tierra en que habita habiéndose olvidado de lo que está por encima —y por debajo— de él. Es igualmente signo de nuestro tiempo que los parques estén atravesados por el asfalto y que el fuego del dragón salido de los tubos de escape queme la hierba y la reduzca a ceniza. Roma también muestra eso, como no puede dejar de hacerlo ninguna gran ciudad moderna: las contradicciones entre un mundo vivo y un ser —o al menos una clase de este ser— que quiere convertirse en medida de todas las cosas; entre las obras humildes de una criatura con quizá incluso ojos que ven en lo alto y la voluntad de dominio de la misma criatura cuando ignora u olvida su origen y destino. Como imagen de este entrecruce se nos apareció la villa, pero entre andares en parte deambulantes y en parte orientados dieron nuestros pasos con la cima de la colina desde la que se podía contemplar el horizonte, y volvió la serenidad al corazón, pues siempre le gustó a este centro de nuestro cuerpo llegar a lo alto para poder dormir allí arriba; y allí arriba pudimos ver lo que habíamos dejado atrás y con lo que a ras de suelo tan sólo se podía fantasear: áticos en que se abría paso el verdor y el color de arbustos y flores, bóvedas construidas para comunicar cielo y tierra, calles sinuosas que esconden secretos y magias, historias supratemporales que se abren paso entre muchedumbres y vendedores ambulantes.
Y, en la Terraza Pincio, una de las imágenes anheladas: la Piazza del Popolo y el Rosati, camuflado tras un árbol en la fotografía que adjunto. Raudos los pies y más raudo el espíritu voló hacia su obelisco; pórtico de las murallas vaticanas que como telón de fondo aguardan, receptor de la conexión habida entre las dimensiones que comunica y de que da testimonio, guardián de la insigne habitante que años ha miraba desde su ventanuca el mismo obelisco, la misma calzada, las mismas iglesias gemelas que cual cariátides sostienen las estrellas de una plaza recorrida y recorrida por los pasos de la habitante; escenario de tertulias, de alegrías, de miserias y, sobre todo, de auroras. Hube de rendir tributo, tanto a ella como al destinatario de estas palabras, leyendo fragmentos de un orden remoto plasmado en páginas que no narran sólo una biografía mínima sino propiamente una vida y, lo que siempre se me antojó más difícil: un vivir. Pequeña y esférica cúpula nos encerró durante la lectura, separándonos momentáneamente del gentío que montaba la tarima sobre la que, días después, una sombra de tiempos pasados pero bien actuales se cerniría sobre el pueblo italiano; separándonos del tiempo lineal, de la inmediatez del presente directo, y abriendo un espacio en que cabían todos los tiempos, en su anchura pertinente.
No pudo el darse de ese tiempo sino ser acicate de nuevos recorridos, de nuevos homenajes: Caffè Greco, Piazza Spagna, Albergo d’Inghilterra… Y en este último, ¡tenía que ser así!, la flor, la rama, la estrella, la nada, el fuego, la luz y el agua, el agua ensimismada, la vida y la trascendencia, lo que queda… ¿Qué quedaba de todo ello en esas calles? Ay, créame que se atisbaba una cierta nostalgia: nostalgia entre andamios y obras, entre gentes altivas con ropas obscenamente costosas recién adquiridas en esas calles de opulencia; nostalgia entre de nuevo las hordas, el griterío frívolo, la fotografía que a los días se perdería en la memoria llena de un dispositivo destinado a ser autoinutilizado a los pocos meses… Pero, sin embargo, «algo» quedaba allende la nostalgia; algo siempre queda y siempre hay, aunque no sea, aunque no pueda ser; pues que aun así encuentra camino y está dispuesto a ser acogido. Esas páginas leídas, de la biografía-vida-vivir, de la poesía, daban testimonio de lo que siempre queda y de lo que siempre hay, y la zozobra huyó en el momento preclaro de la comprensión, del saber que lo hay. Y que lo hay aquí, allí. Que lo hay y que puede hacerse, que puede ser transmutado el mundo para que ello en él se haga. Y que por eso merece la pena vivir.
El vivir y las vivencias que no son sino sueños, sueño este también que recorre Roma entera, de bloque en bloque, de casa en casa, siguiendo las huellas de un vivir anterior al mío pero con que el hoy se puede sincronizar, pues al seguir la ruta de los habitáculos en que habitó la habitante se puede seguir también la línea de su vivir y participar de ella; de iniciarse en ella: el río diverso y el mismo desde Lungotevere Flaminio, los bloques geométricos de Giusseppe Pisanelli, la hoy atestada Via della Mercede… Moradas, estaciones de un recorrido vital, intelectual, espiritual, de una ceremonia, de un rito, de un andar, de un deambular a través de lugares por que antaño anduvo la habitante; andar, vivir, experienciar… ¿Fue suficiente una jornada imaginal? ¿Lo fueron los sueños de tan pocos días? ¿Están los destinos direccionados a aunarse en un convivir aun en distintos tiempos? La idea de habitar en esa ciudad, por pocos meses que sean, surge de este paso iniciático, de la voluntad que de la iniciación ha nacido para comprender, para tener experiencia de todos los secretos que los muros de la ciudad esconden, que celan sus monumentos y narran sus árboles.
Después de la comida, en una amistosa trattoria, hubimos de reanudar la marcha, el itinerario, y de nuevo, pero aún con más intensidad, se hizo el color; no sólo la luz, pues la luz es fría si no se recibe: se hizo propiamente el color. Y el color puede ser el medio más sensible para la expresión, para el reconocimiento, para que el humano ser sea acogido y abrazado y en el espacio conformado. Eso bien lo sabían los jesuitas, y pronto lo descubrimos en San Ignazio de Loyola y su cúpula; uno de los mayores trampantojos a que ha llegado a ser capaz el arte: arquitectura y pintura hechas una y en servicio de la armonía, de que el fiel se supiera estando en un lugar que reconocía como familiar, habiendo una profundidad donde debía haberla. Ingenio del alma madura de una civilización; mas donde crece lo que salva también el peligro está, y el ingenio lleva a veces a las más siniestras ingenierías que piden en la iglesia dinero para que la luz se haga. Es paradójico, pero hoy el fiat lux sólo admite la mediación del dinero en algunos templos atestados asimismo de estampas y demás objetos mercantiles cuyo peso litúrgico y simbólico han quedado reducido a un valor económico. Hoy sin duda es necesaria una nueva expulsión de los mercaderes, y en más de una ocasión durante la jornada nos poseyó el espíritu de ser sus agentes, mas nos pudo el recato y la prudencia, pues las extradiciones a día de hoy conllevan también un laberíntico recorrido burocrático por el que más valdría no pasar.
No obstante, y lejos del mercaderío, pudo seguir haciéndose el color hasta el último templo —o, al menos, la última iglesia— que visitamos: la Chiesa del Gesù, nada menos. En ella cobró tacto el color como nunca antes en mi vida había experienciado. Y le tengo que dar un nimio, casi ridículo contexto; mas creo que en su nimiedad encontrará la significancia: antes de entrar al templo se dio la casualidad de que quedé deslumbrado por el sol; me sorprendió mirando distraídamente en su dirección al doblar una esquina en que colgaban flores moradas de un balcón, por lo que mi vista estaba aún medio cegada cuando crucé su pórtico. Mas en ese momento tuve la clara conciencia de que había atravesado uno de los mayores umbrales de esa ciudad, cual prisionero con ojos de murciélago que sale de la caverna.
Los frescos del techo rompían con toda ley de la perspectiva y de la arquitectura: toda una cohorte de querubines, serafines, ángeles y arcángeles caían del cielo para dar la bienvenida al recién llegado, acompañando a los bienaventurados hacia el nombre luminoso de Jesús y expulsando de su casa a los condenados; moviéndose todos aquellos seres con vida propia entre las nubes que cubren el pan de oro sobre el que se proyecta la sombra de una venida en recurrente acontecer. Mis ojos cegados habían quedado aún más maltrechos con el cambio del luz en el interior, pero al contemplar aquel espectáculo que llovía sobre mi cabeza apenas podía cerrarlos siquiera para pestañear. Aun sin apenas poder ver, estaba temeroso de perderme el aleteo de algún ángel o el brillo de Su nombre, y es que sabía que mis ojos no eran los únicos que estaban viendo en ese momento; era consciente de que otros órganos sutiles, en la cotidianidad dormidos, habían despertado cual durmiente que progresivamente entra en la vigilia, escuchando una melodía remota que con sus primeros acordes se integra en el soñar hasta que, por ser seguida —que la música siempre es seguida—, acompaña hacia la luz. Me quedé, pues, quieto mirando a ese cielo durante minutos que se me convirtieron en horas, en años, en siglos de un tiempo condensado en las facciones que comenzaba a distinguir cuando los ojos se me hacían de nuevo a la visión; pero ya no eran los mismos que habían atravesado el umbral. Era otra ya la visión, y más otra fue cuando se dirigió al espejo que con tino geométrico estaba emplazado bajo el centro del fresco, que reflejaba cada detalle convirtiéndolo en otro y el mismo, dándolo en un medio de visibilidad más semejante al del agua clara que al del frío cristal; y es que casi se llegaban a sentir las ondas de la superficie haciendo danzar a los ángeles reflejados en ese agua, espejo, cristal.
Oh, cristalina fuente… En tus sueños he visto aquellos ojos reflejados, los mismos de las entrañas, los soñados, y he entendido que los ojos no son sólo símbolos, que los ojos son también color. No en balde lo que en el ojo guarda el color es el iris, préstamo que el cielo más precioso hizo antaño a nuestro cuerpo, a nuestro rostro, a nuestro ver; y desde entonces es ya siempre nuestro el color, el color vivo que vida da, y sólo puede ser esto comprendido hasta sus últimas consecuencias cuando se experiencia plasmado en una pared, en un lienzo que acoge, que invita a fundirse con ello y ser una y la misma cosa. De ahí quizá que los letreros luminosos que hoy iluminan nuestras ciudades tan sólo confundan a los insectos y cieguen irremisiblemente al viandante: la mayor profanación del color habida en la historia de nuestro paso por la tierra. La alianza de luz y de color no debería nunca haberse dado de esta manera. Podemos determinar la calidad de una sociedad en una relación inversa a su amor por los LED; y tú, sueño del color, sueño del nombre de Gesù, me lo has revelado.
¿Qué color puede ahora competir con el que ha cobrado vida en las paredes encantadas al servicio de la eternidad? Sólo aquel que la propia eternidad pinta ante nosotros, y es que la tarde siguió siendo la tarde del color y del espejo gracias a la orilla del Tíber por que continuamos el itinerario. La Corte di Cassazione, el Castello de Sant’Angelo y su estelar recinto rodeado de librerías ambulantes… Y, mientras tanto sobre nuestras cabezas, tan cerca como a lo lejos, el blanco, el azul, el amarillo, el rosa, el violeta… Toda la paleta de colores dispuesta coronando el río en las que parecían las mismas nubes que en el techo dejado atrás fueron en su día y por siempre pintadas. La foto que igualmente adjunto no puede hacer justicia al cielo que presenciamos y que tantos días nos recuerda que el color es cuerpo, que el color es presencia y figura y encierra calidez; mas la encierra para concentrarla y darla con gratitud a quien puede observarla, a quien puede participar de ella. Y, eminentemente sobre el Ponte Sant’Angelo, participamos de ella antes de que cayera la noche.
Y la noche, la noche que nunca acaba, nos sorprendió en el Trastevere; tenía que ser así: el lugar del atardecer, de la música y del vino. Y vino tomamos, claro; y música escuchamos, por supuesto. Apenas se avanzaban unos metros por sus sinuosas calles uno se encontraba con bandas en la calle tocando jazz, o con viejas de pelo recogido cantando a capela canciones tradicionales, o con la música de hoy que se escapaba de las puertas entreabiertas de los bares. Pero en cualquiera de sus formas la música estaba ahí, se estaba haciendo, y el andar de las gentes esa noche era musical; incluso las hordas de vez en vez atinaban a moverse casi en danza cuando se cruzaban con un par de acordes y entraban en sincronía con ellos, sostenido por los bajos de las olas del río al fondo.
La noche sonora y la música callada habrían sido un buen cierre de esta jornada, pero el final sólo había empezado y aún teníamos pendiente dos encuentros más: el del fuego y el del último verde. La vuelta imaginal hacia el albergo nos llevó a hacer una última parada en el itinerario: el Campo dei Fiori bajo la atenta mirada de un mártir del pensamiento, del quemado cuya escultura —que no me pude resistir a fotografiar y también la envío— puede que represente hoy la imagen de la historia acallada, víctima del fuego y del poder, aliado del mismo Hermes que aparecía destrozado por ser ídolo considerado, sin saber que detrás de la vestidura externa se encarna una misma verdad, pues que esa es la gracia de los senderos del bosque: no se sabe a dónde conducen, pero se confía en ellos con la esperanza de que desemboquen en un claro. Y el claro aparece tan sólo si no se busca, si no se inquiere, si no se le violenta para que aparezca como fruto de la tala, de la deforestación asesina. Pues que este es el crimen que ha constituido la recurrencia de nuestra vida colectiva hasta hoy: aun cuando pudiera haber tenido como anhelo la búsqueda de los claros —que no es siquiera usual—, la acción del hombre ha enarbolado el fuego para quemar la carne hermana y no para dar calor a quien pasa frío. Nuestra historia es la historia de las víctimas sin voz, y la estatua de esta plaza recuerda la palabra de quien sufrió el castigo del poder y del dominio, pero también recuerda a quien no tuvo ni palabra, a quien no se le dejó siquiera balbucear una despedida y se le arrancó de los brazos amados. Tal es, de nuevo, lo que habla la piedra iluminada por las farolas de la plaza, del campo de las flores y de la hoguera, que evocan tanto las llamas como la claridad del día nuevo. Nos despedimos del santo, si se me permite llamarle así, para despedirnos igualmente de la noche y de la jornada en la ciudad.
Ah, pero tras la noche vuelve el día, mediando, por supuesto, la aurora; y los días también se hacen en los sueños igual que se sueña durante el día, y la luz trae consigo al campo de las flores un tradicional horno y un mercado que hace homenaje al nombre de la plaza; el olor del pan recién hecho, las frutas, verduras, hortalizas y quesos se mezclan con los ramilletes de las más variadas flores en colorida explosión. Porque hay el color de las artes, hay el color de los cielos, pero también hay el color de la vida; desde las plumas del pavo real hasta las vetas de los pétalos de una gerbera, pues que ambas vienen a coincidir una imaginal esfera cuyos infinitos radios de color convergen en y divergen de un mismo centro, aunándose en la perla y su perfección pulida, que aun en su ser perfecta no se hace fría e inhóspita cual la perfectibilidad de la cadena de montaje, pues que no es su esfericidad resultado de la máquina sino del nácar y los años. Quizá sea la simplicidad de la perla su principal atractivo, igual que lo simple de la gerbera; quizá sea por ello por lo que se pueden homologar al despliegue de los plumajes más complejos: porque la simplicidad y la complejidad es la del color, y ese color de la vida que llega hasta el reino mineral también estaba en la plaza bajo la forma de la vivacidad de los ánimos en las gentes con sus bolsas de cartón repletas de tomates, cebollas, judías, las primeras castañas y calabazas de la temporada… Viandas todas de vendedores que ponen mañana tras mañana sus puestos para dar color y color y más color a la plaza, cuyo bullicio ya no se confunde con el de la horda sino con el del mercado ambulante, con sus gentes, sus ancianos comprando y vendiendo, y sabiendo que en el intercambio no es el dinero lo que debe primar, sino el disfrute. Quizá sepa más de las entrañas humanas —y, por ello, de Cristo— la señora que vende fiori di zucca confiando hospitalariamente al extranjero la receta de su abuela que el presbítero que, desde el púlpito, recomienda al feligrés que pase por la tienda de regalos al salir de la iglesia.
Y ya la jornada llega, en fin, a su conclusión, de nuevo al albergo en la Via dello Statuto, cuyo nombre, que aún me había contenido de decirle, no podía ser más apropiado: Oriente. Fue el Oriente imaginal, polar, el que dirigió nuestros pasos y por el que intenta siempre mi andar ser guiado; no hacia el este geográfico, el de los mapas, que ese fue siempre uno de los mayores motivos de confusión, uno de los errores por los que más sangre se ha vertido. El Oriente es el lugar, el instante, el espacio, el tiempo por el que nace la aurora, por el que la luz se hace tras la noche, que encamina al viajero extraviado en su haber perdido el rumbo y que le ayuda a encontrar de nuevo la senda hacia su vida, hacia quien ama, hacia las luchas que merecen ser luchadas en aras a que este mundo sea respirable.
A su vez, y ahora sí en el plano geográfico, si desde la ventana del Oriente hacia Oriente se miraba, podíase llegar a ver nada más y nada menos que el parque de Vittorio Emanuele II y su Porta mágica: la puerta hermética y último de los umbrales para hacer de la tierra cielo y, del cielo, tierra preciosa, como reza el dictum alquímico inscrito en ella; oración que pide lavar con fuego y quemar con agua no para dar con la mitológica piedra filosofal o para transformar el metal en oro, que esta es la caricatura que de la alquimia nos ha quedado cuando se la mira desde la óptica científica y sus actuales paradigmas. No se puede entender la alquimia tan sólo como una suerte de antecedente rudimentario o poco evolucionado de la química moderna así como tampoco se puede buscar el alma con un electroencefalograma, y ambos por la misma razón: la riqueza de la dimensión anímica del ser humano no puede ser reducida a la igualmente rica diversidad técnica de nuestra racionalidad. Razón y corazón no pueden ser reducidos el uno a la otra ni viceversa; y esta irreductibilidad, esta inconmensurabilidad no debe ser violada para que sea salvaguardado el espacio de cada cual, pues que tan necesario es el uno como la otra, y el anhelo profundo del espíritu se me antoja sea su armonía; tal al menos lo pedía aquella insigne habitante que paseó por estas calles, que rindió culto a esta puerta frente a la cual ahora y siempre me encontraré, pasaje a otro mundo que no deja de ser este, pero bañado por una luz nueva, por un nuevo sol; otro y el mismo en que la salvación ha sido hecha.
De nuevo en sueños, y en ellos por última vez, volvió a hacerse el día para visitar la puerta. El polvo y la arena se elevaban hacia el cielo con cada pisada, cubriendo del suelo a la altura las rodillas con la bruma de un intermundo, y debe de ser así, abriéndose paso entre la niebla, como el pasajero va hacia el encuentro de Caronte para subirse en su barca. Pero aun bajo las nubes de tierra me fue concedido un encuentro fortuito: el de una a modo de estampa que no era de santo alguno sino de un grupo de cuatro jóvenes cualquiera paseando; una fotografía instantánea plastificada con cuidado para ser conservada a través del tiempo y que tomé como una ofrenda; una ofrenda a la anonimia, al recuerdo de lo cotidiano y de la amistad compartida; uno de los pocos objetos que consideré oportuno sustraer de la ciudad y que ahora reposa conmigo junto a otros testimonios de lo eterno oculto en las pequeñas cosas, que es en ellas donde descansa el sueño, y por ellas seguí adelante atravesando el parque hacia la puerta, mas su recinto se encontraba cerrado: las verjas ya no sólo guardaban el pasaje a otro y el mismo mundo, sino que también protegían a quienes se habían convertido en sus centinelas: una colonia de gatos. La primera frustración que me sobrevino al ver que no podía entrar se disipó y dio paso a la piedad en el momento en que descubrí el motivo, y dejó espacio al goce que produjo el pensar en aquella habitante de la ciudad eterna de haber sabido que tales vigías
escoltaban el umbral de los umbrales. El tiempo pasa en el sueño, y del día se hace de nuevo la noche, y al lado de la puerta hermética vamos a coger el tranvía hacia el barrio de Pigneto —conocido por el neorrealismo cinematográfico e impregnadas sus calles y terrazas de algo así como un Mediterráneo moral entre sus gentes y costumbres—. Es la hora en que los gatos han salido, y una servidora de san Francisco les echa de comer. Le pido comida y se la damos a los gatos. Creo que aquella habitante y a quien la presente carta va dirigida pudieran estar sonriendo en ese momento.
Y la noche y la jornada y la ciudad se acaban, pero no se acaban con un fundido en negro, sino con un fundido en verde. Una de las paradojas del mundo moderno es que las luces de neón pueden acoger de alguna manera a lo que salva, y por la ventana del Oriente, por la ventana material y espiritual del Oriente nos inunda la esmeralda —como se ve en la última foto que envío— que protege nuestro dormir, nuestro soñar, nuestro haber sido testigos y partícipes de la eternidad de la ciudad abierta, de la ciudad del tiempo y del espacio, de la ciudad de la piedra viva y de la luz y del color.